El Papa Benedicto XVI, en su reciente discurso en Westminster Hall, elogió a Reino Unido como «una democracia pluralista que da un gran valor a la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por la ley». El pontífice comentó que el posible conflicto entre conciencia y respeto por la ley es un desafío para la democracia, no un obstáculo infranqueable.
«Cada generación, mientras intenta promover el bien común, debe preguntarse siempre de nuevo: ¿cuáles son las exigencias que los Gobiernos pueden racionalmente imponer a sus propios ciudadanos y hasta dónde pueden extenderse? ¿A qué autoridad se puede apelar para resolver el dilema moral?». «Estos son interrogantes que nos llevan directamente al fundamento ético del discurso civil. Si los principios morales que sostienen el proceso democrático no se basan, a su vez, sobre algo más sólido que sobre el consenso social, entonces la fragilidad del proceso se muestra en toda su evidencia. Aquí se encuentra el verdadero reto de la democracia.”
Palabras pontificias que chirrian un tanto con la realidad del Estado Vaticano y la actualidad eclesial más reciente:
El canon 331 del actual Código de Derecho Canónico dice que el Romano Pontífice tiene, «en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena, inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente». El canon, por tanto, no establece, al menos en principio, límites a la potestad del Papa dentro de la Iglesia. Lo cual queda patente en el canon 333, párrafo tercero, donde se establece que «no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice». Más aún, el canon 1404 afirma taxativamente: «La Primera Sede por nadie puede ser juzgada». Lo que significa que la persona del Pontífice se halla fuera de cualquier fuero, eclesiástico o civil, ya que no hay ninguna autoridad superior a él que pueda juzgarle (8). Y para que no quede posibilidad alguna de limitar la potestad papal, el canon 1372 dispone que «quien recurre al Concilio Ecuménico o al Colegio de los Obispos contra un acto del Romano Pontífice, debe ser castigado con una censura». Sin duda alguna, los cánones que acabo de citar nos presentan un tipo de institución que, en realidad, está organizada y funciona de acuerdo con un sistema de gobierno que a lo que más se parece es a lo que siempre se ha considerado como una «monarquía absoluta». (José María Castillo. Editorial Nueva Utopía, colecc. Alternativa», nº 5, Madrid 1999)
La pasada semana tuvo lugar en Madrid el Congreso que anualmente celebra la “Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII” (este año sobre “Teología y Pobreza”). Al finalizar dicho congreso, el teólogo y secretario de la Asociación, Juan José Tamayo publicó este comentario:
“Desde hace 15 años el congreso se celebra en la sede de Comisiones Obreras de Madrid-Región. No es este un dato irrelevante. Tratándose de un encuentro de cristianos, de teólogos, de movimientos, lo propio sería que tuviera lugar en algún local de la Iglesia católica. ¿Por qué entonces celebrarlo en la sede de un sindicato laico y de clase? La respuesta es simple: porque las autoridades eclesiásticas no permiten hacerlo en sus locales. Es una prueba más de la falta de libertad de expresión, reunión y asociación que reina en la Iglesia católica. La hospitalidad, regla fundamental de humanización y principio ético de las religiones, parece haber cambiado de lugar social y ha pasado a los movimientos sociales.”