…1984
Dicen que el aeropuerto de Frankfurt es el mayor de Europa. Al parecer todos los vuelos transoceánicos parten de allí. Lo encontré descomunal, al comprobar que nos correspondía la puerta de embarque número 62. Las agotadoras distancias de un punto cualquiera a otro se salvan as veces mediante alfombras rodantes. Las esperas y retrasos – tuvimos que esperar varias horas la llegada del yumbo- también deben de ser proporcionales a sus tamaño y movimiento de viajeros. Para asombro de hispanos, fue en ese aeropuerto alemán donde nos birlaron a Teresa y a mí los sombreros –pese a que viajábamos de incógnito- durante la interminable espera.
A eso de la media noche despegamos hacia Bombay. La ruta es clara: Roma, Atenas, Beirut, Arabia, Emiratos Arabes. Durante el ascenso a los cielos me dejé acunar por un violon celo seleccionado al azar entre la amplia oferta musical que ofrecía la esterofonía. Mientras llegaba la cena, me dejé acariciar por la voz de Bing Crosby, tan cercana y fresca como si cantara a mi lado. La cena, entre oriental y occidental, nos sirvió de ensayo para ir conocer los sabores hindúes en los que destacan las especias. Durante la escala romana -dos y media de la madrugada-, rendidos por el sueño, todo el mundo guarda silencio. Me resistí a dormir, viendo cómo llenaban lo bajos del aparato con mercancías para oriente. Hice algunos cálculos; trescientos pasajeros, trescientas maletas, mas tropocientas mercancías, ¿Cómo puede soportar el pájaro de la noche tan abrumadora carga? Seguimos en Fiumicino. Todavía tengo tiempo para acercarme al centro de la ciudad y contemplar las fuentes solitarias e iluminadas de Piazza Navona, Tre Fontane, Trevi,,, ¡Oh Roma, Arcadia de mis años juveniles!
La noche será breve, pues caminamos hacia Oriente -repetía una y otra vez, a modo de información, nuestra guía, una mujer que realizaba por duodécima vez la misma ruta-. Como la India nos aventaja tres horas y media durante el verano, concluí que el día que acabábamos de estrenar será el día más corto de mi vida, pensé. Al sobrevolar Atenas, el monstruo de Air India era un gigantesco cuarto de estar: tres pantallas exhibían un burdo filme de vaqueros donde la violencia era exclusivo elemento de distracción.
Hacia las siete y media de la mañana sobrevolábamos el inmenso de sierto arábigo. Durante el sueño, cruzamos los cielos por encima de los volcanes de tres guerras: Libano, Irak- Iran , Irán-Afganistan. Mientras el pasaje dormía placidamente, bebía, escuchaba música, contemplaba un film del Oeste, allí abajo preparaban sus máquinas de guerra para la jornada de hoy. A eso de las nueve se produjo la movida general con el reparto del desayuno-almuerzo variado y copioso: cordero con guarnición, paté y champi ñones, macedonia de frutas, pastel, queso, mermelada de naranja, bollos, café. El Yumbo volaba potente, como esforzándose por recuperar sus atrasos de Frankfurt.
De pronto apareció el mar de Arabia, un mar que se adivina hosco bajo el cielo gris y monzónico. Todavía duermen mis vecinos, una pareja de alpinistas, marido y mujer que se dirigen a Nepal. Ella, joven y hermosa, estudiaba anoche a ratos sus apuntes de farmacia. Y por fin Bombay.
Entrar en la India por la puerta de Bombay, representa un buen ejercicio de nervios para cualquier occidental, un entrenamiento imprescindible para adaptarte al medio hindú, lento y exasperante si vas con prisa. En el aeropuerto, perdimos varias horas en el los trámites de aduana y permisos de turismo.
La impresión al abandonar el claustro del aeropuerto con sus gigantes cos ventiladores, fue la de entrar al interior de una panadería, o la de encontrarte en el centro una sauna, sensación que, hallándonos en época de Monzones, para nosotros canicular, no te abandona mientras continúes en Bombay. La palabra «monzón» parece haberse originado de la palabra mosem, que quiere decir estación. Es más utilizado para nombrar los cambios del viento a lo largo de las costas de la India, especialmente en el mar Arábigo, que sopla desde el suroeste la mitad del año y desde el noreste durante la otra parte.
Como llegando de Europa el día es muy corto, visitamos la ciudad sin acercarnos al hotel. En un recorrido relámpago nos acercamos a lo más esencial: la casa de Gandhi, el templo del jai nismo, las casas de los muertos, los barrios coloniales, el centro, etc. Por la noche parte del grupo acudió a ver la zona de vida alegre, donde dicen que hay incluso niñas prostitutas. Sin tiempo para disfrutar de las excelencias del Taj Mahal, hotel sensacional donde los haya, nos despertaron poco después de la media noche.
Bombay-Aurangabad
A las tres de la madrugada, hora de partida hacia Aurangabad, el magnífico hotel Taj Mahal, era un hervidero de viajeros madrugadores que entraban, salían, desayu naban, se despedían, tomaban taxis… Después del desayuno –el más copioso y temprano desayuno imaginable- todavía de noche, abandonamos el hotel, a bordo de un magnífico autobús, rumbo al aeropuerto. Por calles indescriptibles donde descansaban multitudes de desheredados – como suelen llamar en las encíclicas y homilías a los pobres de solemnidad- bajo frágiles doseles de plástico, sujetos a cualquier saliente en las aceras mojadas. Todavía sin amanecer, había por el trayecto chi ringuitos abiertos y gente y más gente deambulando por todas partes. La jornada se adivinaba tibia, y los aromas invadían las calles. A medida que nos acercábamos al aeropuerto, crecía el número de hindúes cuya única actividad consistía, al parecer, en contemplar con asombro nuestra llegada, como si fuéramos extraterrestres. La zona nacional del aeropuerto, rebosaba de viajeros hindúes con valijas descomunales, como si cada uno de ellos transportara a cuestas la casa completa. ¿Que llevarán los in dios en sus maletas? ¿C6mo logran moverlas? El aeropuerto es lo más parecido a un muelle marítimo donde se congregan multitudes con bultos adecuados para pasajes intercontinen tales. Descomunales son también los transistores que portan los muchachos que viajan, transistores recién adquiridos -sin envoltorios y con visibles etiquetas-, que ellos transportan en propias manos, como tesoros.
En apenas media hora cubrimos los cuatrocientos cincuenta kilómetros que nos separaban Aurangabad, en un viaje no exento de sobresaltos, a causa de los baches y sorpresas del aterrizaje en picado, consecuencias, supongo de la pequeñez de los aeropuertos regionales.
Nos hospedamos en el Hotel Rama Internacional. A la entrada fuimos acogidos como exploradores famosos, siendo agasajados con las guirnaldas de nardos que exige el protocolo de aquella región. El olor de la India continúa in crescendo. Se me ocurre que en la India el olor es una violencia tolerada.
A media mañana salimos en autobús hacia las cuevas de Ellora, treinta kilómetros de la ciudad. El paisaje está teñido de un verde tierno, distinto de cuantos verdes vimos antes, un verde recién nacido, milagro reciente de los Monzones. El agua otoñal transforma los páramos en vergeles de modo que por doquier florecen arbustos y las cabras pacen junto a las vacas por campos reverdecidos. Las aldeas son pobres, las gentes resignadas, las ruinas ruinosas. El día, como es obvio durante los Monzones, amenaza lluvias.
Las cuevas de Ellora son más que eso; algunas organizaciones turísticas llaman a esta zona la ruta de los dioses. Ellora evoca a Petra la ciudad de los nabateos en Jordania, un prodigio consistente en una serie de ruinas monumentales alineadas al abrigo de una montaña; monumentos tallados en la roca viva, templos y monasterios de tres religiones.
Destaca el templo de Buda, excavado en la roca ciclópea; se trata de un templo de tal be lleza que resulta irreal; una especia de catedral en miniatura, toda de una pieza, con su bóve da, columnas, frisos, relieves, coro, etc., con su monasterio budista, donde se prepara ban los candidatos que servían al templo. Las esculturas de Buda destacan sus rasgos personales. La frente amplia signifi ca una personalidad excepcional; su oreja descomunal significa su actitud de escucha permanente a las miserias humanas, etc. El templo de Buda en Aurangabad conserva toda la gracia arquitectónica de una é poca remota (s, VI al XI de nuestra era), incluidos los rumores, ecos de cantos y plegarias y hasta los aromas antiguos, aromas fuertes de multitudes, mezcla de ofrendas, in cienso, flores y tiempo remoto. El olor del pasado es olor a sándalo concentrado en pebeteros gigantes agitados por turiferarios mil sin descanso. Es tan intenso el aroma del templo que llega a marear. El templo hinduista es tambi6n impresionante: construido en la misma época que el de Buda, fue también tallado en la roca viva, de arriba abajo, es decir, iniciándose su construcci6n a partir de la cúpula. Abundan los símbolos del hinduismo, destacándose la figura de Siva entre las distintas divinidades. Todavía están patentes los destro zos causados en los monumentos por los mogoles en su devastadora invasión por el subcontinente hindú.
El templo del jainismo, religi6n minoritaria en la India, contemporánea de las dos anteriores, nos descubre c6mo el Jainismo ha dado veinticuatro profetas, todos presentes en la piedra del santuario, especialmente el primero y el último. Al parecer, muerto el ultimo profeta, la religi6n se apoya en sus sacerdotes. El Jainismo es sinónimo de an tiviolencia; practica la no violencia hasta extremos como no respirar el aire directamente para no perjudicar a las bacterias, no alimentarse de raíces, ce bollas, etc. para no dañar a los insectos que viven de ellas. Las torres del silencio de Bombay que contemplábamos el día anterior, son testigos de esos ritos, para nosotros macabros, que consisten en abandonar a los muertos jainitas sobre los tejados, a la espera de ser devorados por los pájaros.
Cuevas de Ajanta
A 105 kilómetros de Aurangabad –en la India, ciento cinco kilómetros en autobús es una distancia notable, sobre todo en tiempo de Monzones, ya que puede costar atravesar muchas horas- nos espera Ajanta con sus 29 cuevas abiertas, excavadas o talladas en la roca viva, obra prodigiosa realizada por monjes budistas en los remotos siglos II antes de Cristo al VII después de Cristo. Estas cuevas fueron descubiertas casualmente por un inglés mientras perseguía a un tigre que fue a refugiarse en las grutas, a la sazón ocultas por la espesa maleza.
¿Como pudo permanecer oculto semejante tesoro religioso y artístico durante un milenio? La razón no es otra que las persecuciones mongólicas contra el Budismo y sus seguidores. Tras un período de mil cuatrocientos años de esplendor budista, sobrevino la depresión, la represión budista, el abandono de templos y monasterios, la noche oscura, y el olvido del pasado.
Ajanta ofrece sobre Ellora la novedad de sus murales. Allí se encuentra lo que se ha dado en llamar la Capilla Sixtina del Budismo. En sus murales puede verse la socie dad budista de todo un milenio: la vida de Buda, sus existencias anteriores, sus discípu los o Bodhissattwas, personas, modas, costumbres, etc., de esas épocas. Los motivos pictóricos de los frescos se inspiran en tipos humanos del budismo mahaayana, los techos de las “cuevas” exhiben dibujos ornamentales representando flores, plantas, aves, etc. Los murales más hermosos se hallan en las cuevas presididas port los números 1, 2, 16, 17 7 19. Las cuevas más antiguas son las correspondientes a los números 8, 9, 10, 12 Y 13. Los templos de
Ajanta no se hallaban dominados por los aromas miste riosos del pasado como ocurre con los de Ellora, excepto el templo de Buda -auténtica réplica de Ellora-. Concluí que quizá el olor provendría de las momias. Leyendo el libro de Te renci Moix sobre sarcófagos y templos egipcios, capté el olor que describe como característico de aquellas profundidades históricas y deduje que se trataba del mismo o lor de Ellora y Ajanta. Es evidente que se trata del mismo olor. Me atrevo a opinar que huele a momia, porque también me asomé a las profundidades de las pirámides egipcias. Huele como allí. Tanto en Egip to como aquí, huele a momia. Sin duda las hay por estos pagos, tan cierto como son ciertas las ardillas que curiosean por los accesos del lugar sagrado del budismo.
Un alto en los caminos nos permitió conocer una pueblo hindú, Silo. Nada más a pearnos nos acosaron los niños, como un enjambre nos acompañaban, curiosos y hambrientos. Nos confunden con la diosa Fortuna, pidiéndonos cosas: caramelos, tabaco, bolígrafos, rupias. Un niño de transparente ojos negros se me acercó, empeñado en venderme su pobre gramática hindi-ingle sa forrada con papel de peri6dico. Me perseguía abriendo su libro por las páginas de la conjugación, para persuadirme a que pasáramos a la transacción. Insistió el pobre hasta la extenuación durante nuestro recorrido por el pueblo. A veces aproximaba su gramática hasta mis narices. ¿Dónde pensaría estudiar lengua inglesa, de haberse efectuado la venta? El hindú siente apremios por vender algo para tocar alguna rupia.
En Silo pudo ocurrir algo serio: Teresa, mi mujer, conmovida por tantas necesidades como denunciaban los ojos y voces de los niños, trató de atender sus deseos, comprándoles caramelos. Se acercó al puesto de los dulces rodeada de niños y al iniciar el reparto se armó una batalla; mon tones de niños se sumaron al corro inicial y se abalanzándose sobre ella, como en un sa queo, atraparon violentamente los caramelos. No pudimos evitarlo: los chiquillos, de pronto eran avispas que asaltaban. Como rúbrica de la aventura, nos quedaron sendos arañazos. Alguien nos previno de los riesgos de infección que de tales tropiezos pueden derivar, por lo que acudimos a una farmacia donde nos practicaron una cura de urgencia con algún desinfectante.
Para conocer “in situ” la vida de la gente, entramos en una aldea, al regresar de Ajanta. Decir que en aquella aldea todos eran pobres, es sólo una frase. La pobreza de sus habitantes era absoluta: carecían de cuanto nosotros entendemos por “todo”. No tenían calzado, ni ropa limpia, ni agua, ni pan, ni fruta, ni calles, ni números, ni señales de nada. Solo disponían de tiempo y sonrisas. A nuestra llegada se puso en marcha, como en una procesión, toda la población infantil; no dejaron de acompañarnos un solo momento en cada uno de nuestros movimientos. Guiados por el alcalde del poblado, un muchacho joven, educado y amable, de presencia muy digna, visitamos sus viviendas –auténticos refugios de ermitaño, no menos desolados y vacíos que las cabañas de la antigua Tebaida-. Al fondo del poblado, se hallaba el templo, pequeño como todo lo suyo, dedicado al dios de los monos, de aspecto terrorífico. El templo era una capillita, poco mas que una hornacina, lóbrega y astrosa, que daba cobijo a un ser deforme pintarrajeado de bermellón. Entendí que se trataba del dios de la al dea. Mientras contemplábamos su realidad, es decir, sus miserias, yo me preguntaba, qué pintábamos nosotros allí, entre tantos pordioseros. Al final de todo, Teresa, sólo ella, se acercó discretamente al alcalde, y le entregó una cantidad para ayuda de la comunidad. Los niños, agradecidos por nuestra visita, quedaron al pié del autobús, saludándonos con asombrosa admiración.
Aurangabad-Udaipur
Tras un vuelo regular -regular en su doble sentido-, llegamos a Udaipur, ciudad de 120.000 habitantes, situada sobre un suave declive al este de un lago artificial, el Pichola Lake. Murallas y foso rodean la ciudad, fundada por el mahara na Udai Sing hacia el año 1568. Nos alojamos en el Lake Palace, hotel exótico y excepcional jamás soñado, que se encuentra sobre el lago mayor de los tres que existen en la zona. Se trata de un antiguo palacio del siglo XVI construido por el marajá para hospedaje de sus invitados. El edificio flota sobre las aguas agitadas por el Monz6n como un barco a merced de la naturaleza tropical. Dentro del hotel hay palomas y gorriones, aves que, para nuestro asombro, se mueven con normalidad entre los sillones y lámparas, mesas y divanes, en completa familiaridad con los huéspedes y turistas del establecimiento.
Hoy, por primera vez desde la llegada a la India, hizo su aparici6n el Mon zón con su lluvia persistente, sus brumas y oscuridad. Frente al cambio atmosférico nos sentimos indefensos por hallarnos sin medios apropiados para contrarrestarlo. No obstante, hemos tratado por todos los medios de cumplir el programa previsto. Muy de mañana salimos hacia el palacio del Maraji punto en el que confluyen todos los turistas, por tratarse de un elemento interesante para conocer todo un periodo confuso de la historia hindú, el de los mogoles.
A la entrada al palacio, construido en medio de una vegetación tropical, coincidimos con un grupo heterogéneo de hindúes que llevaban siete días peregrinando por la India; hombres ma yores, ancianos, mujeres, chicas, gente sencilla. Era como topar con una estampa bíblica; su tez negra y -atuendo mínimo, su mirada de creyentes, su pobreza total me impresionaron como pocas veces me impresionó un grupo humano. Algunos hombres portaban pendientes y muchas muje res y chicas pulseras plateadas sobre sus tobillos, además de vistosos anillos hasta en los dedos de los pies. Si no eran felices, al menos estaban contentos; iban semi-desnu dos, descalzos, sin alforjas ni valija alguna, sin paquetes, sin bolsos ni carteras y tal vez hasta sin carnet de identidad. ¿A dónde se habrían dirigido mientras nosotros tornábamos a nuestra ducha y cena caliente?
Desde lo alto del palacio se veían las torretas de varios templos hinduistas, fácilmente reconocibles por su ornamentación recargada. La más elevada corresponde a Visnhú, tercera divinidad de la trinidad hindú Brahma, Siva y Visnhü. La ciudad, como el campo y las casas se halla abarrotada de dioses y símbolos de las distintas deidades. Para nosotros, tan abigarrado politeísmo, resulta inconsistente, caótico y simplón.
Posteriormente a esta visita, traté de documentarme para comprender el significado de la trinidad hindú: Visnhú es el dios conservador, Brahma es el creador y Siva el destructor y renovador. Cada que el Bien se encuentra amenazado sobre la tierra, aparece Vis nhú como salvador, adoptando diversas encarnaciones. Rama es la séptima encarnación de Visnhú; Krishna, la octava; Buda representaría la novena encarnaci6n y Kalí la decima. Al hindú le corresponde, si le place, identificarlo con Moisés, con Cristo, con Mahoma o con cualquier otro.
Era domingo y Udaipur se hallaba repleto de gente joven; muchachos y niños husmeando por las carteleras de los cines en busca de un filme interesante con que llenar la tarde brumosa y desapacible. La ciudad, abarrotada de gentes que circulaban por el lodazal, era la estampa de la atonía, del tedio y la pobreza. Todo semejaba un inmenso tugurio. ¿Que hubieran hecho en Udaipur, los adolescentes donostiarras que en nuestro viaje de bodas a Londres, se aburrían en la city londinense aquel lejano domingo lluvbioso?
Mientras la tarde avanzaba, era inevitable ver, sin mirar, cómo la gente defecaba de cara al pueblo, pr6ximo y circundante, en lugares céntricos del “casco urbano”, sin rubor ni complejo, como seres normales, habituados al olor y al color de la mierda. Dicen que por allí apenas sabían leer un 35% de los hombres y un 18% de las mujeres.
Ranakpur
Hemos viajado hasta Ranakpur, a 91 kilómetros de Udaipur, para visitar un templo jaín construído en el siglo XV, joya arquitectónica, obra de un extraño profesional que careciendo de ideas, tras una iluminación supo concebir esa maravilla.
El Jainismo es una religión contemporánea del Budismo (siglo V antes de Cristo) fundada por Mahavira, hijo, como Buda, de un príncipe local de territorios al pie del Himalaya. El Jainismo surgió como reacción contra el Hinduismo presentado por los brahmanes de entonces, contra el ritual de sacrificar animales. El Jainismo defiende el sacrificio personal: cuanto mas sufrimiento, mejor. De fiende la no violencia, el celibato, etc. Una idea que se atribuye al Jainismo sobre lo relativo de las religiones es esta: Si sometemos a tres ciegos a un ejercicio de explicar por el tacto cómo es un elefante, y cada uno de ellos toca partes distintas, cola, pata y trompa, obtendremos, respectivamente, explicaciones variadas y hasta contradictorias. Sin embargo todos tienen razón.
Al llegar al templo jain nos encontramos con una gran afluencia de peregrinos que llegaban o partían, y comían bajo los árboles en el amplio parque que rodea al templo, formando un impresionante alboroto con sus músicas. Tan pronto como nuestro guía, un nativo culto y competente, se dispuso a organizar nuestra visita, la multitud nos rodeó: adultos y niños nos cercaban, extasiados por nuestra presen cia, más que por las palabras del guía a quien no podían comprender. Nos observaban con extrema curiosidad; nos solicitaban fotografías que nunca contemplarían, bolígrafos, etc. con constancia e inocencia estrictamente orientales. Quedaban absortos viendo el mecanismo de nuestro paraguas, abriéndose y cerrándose con sólo apretar un botón. Uno tras otro experimentaban el para ellos misterioso artilugio de nuestro paraguas riendo con inocente felicidad. Y sin prisa alguna se lo pasaban para comprobar el ingenio del mecanismo.
El templo jainita, puro estilo hinduista, es un prodígio de proporciones con múl tiples cúpulas y 1444 columnas. Su estado de conservación es perfecto. La abundancia y profusión de Budas, familiares, profetas y dioses desmesurada.
Los peregrinos hindúes prestaban mas atención a nuestros movimientos que a sus divinidades, implorando un flash de cualquier cámara española. Su comportamiento religioso, generalmente, se reducía a hacer sonar las campanas de la entrada o del interior para llamar la atención de sus dioses. Todos caminábamos descalzos, como mandan las normas litúrgicas jainitas, ocultan do nuestro cinturón de cuero, objeto a todas luces profano y prohibido en el interior del templo.
Encontrándonos en la zona equivalente al presbiterio de una iglesia cristiana, contemplando imágenes y relieves de Buda, Teresa, sin preverlo, fue protagonista de una escena insólita (para no pisar directamente el frío mármol, calzaba “piquis” –especie de plantilla de nylon): se encontró de pronto materialmente rodeada por una multitud de mujeres y chicas de todas las edades y clases sociales, con la mirada fija en sus pies, contemplando sus “piquis” y su sencilla cadena de oro, con tal atención y complacencia que hubimos de permanecer petrificados un rato en la zona sagrada, como presas inmovilizadas por una serpiente.
Tras una comida vegetariana jainista en un restaurante contiguo a1 templo, iniciamos el largo regreso por carreteras estrechas y problemáticas. La lentitud del desplazamiento nos permitió contemplar monos, pavo reales y una tortuga. El fenómeno mas llamativo en este estado de Rajasthin fue comprobar el ver gonzoso grado de esclavitud en que viven las mujeres en esa parte de Asia. Ellas son las que de verdad trabajan: llevan y cuidan el ganado, cultivan la tierra, acarrean la leña, sacan y traen el agua y arreglan la casa, mientras los hombres, jóvenes y mayores, permanecen sentados por doquier, mano sobre mano, indolentes, aburridos, sentados a la sombra en la calle como zánganos privilegiados.
Hemos concluido la jornada con una visita a casa del guía Aron, hombre pertene ciente a la casta de los brahmanes. Nos invitó a tomar el te y pasamos con él y su familia una velada memorable. Udaipur al ocaso era un espectáculo insólito, jamás plasmado ni sugerido en los filmes ni en los reportajes televisivos. Al anochecer, en las calles del cen tro, se concentraba una muchedumbre abigarrada, agitándose nerviosa en todas direcciones en una anarquía circulatoria de la que todos participaban: ciclistas de todas las edades, peatones incon tables, camiones, land6s, autobuses, vacas, cerdos, etc. Más que caminar o circular, huían todos, como perseguidos dentro de un juego global. Probablemente, nadie va ni viene a ninguna parte; quizá todos se limitan a circular, porque qué sentido tendría llegar a casa?
Jaipur, la ciudad rosada
300 km al sudoeste de Delhi, Jaipur, capital de Rajastán, tierra de los maharajás (príncipes feudales), con una larga tradición caballeresca y un extraordinario acervo de leyendas románticas y heroicas. Es la India más tradicional y pegada al pasado, la de los velos, los saris y los turbantes, y la más orgullosa de su historia. Junto con Delhi y Agra, Jaipur compone el llamado triángulo dorado.
Jaipur, ciudad de piedra, fue fundada en el siglo XVIII por el guerrero y astrónomo maharajá Jai Singh II, quien le dio nombre y construyó las murallas siguiendo los preceptos de la antigua arquitectura hindú. Se la pintó de rosa en 1876, a raíz de la visita del Príncipe de Gales, y desde entonces mantiene ese tono, que la hace única en el mundo. Murallas, pala cios, casas y puertas están pintadas de rojo; un ocre rojo, de donde deriva su denominación de ciudad rosada. Sin embargo no es pintura lo que proporciona el color a la ciudad; existe un tipo de piedra rosada que se extrae por la zona y con esa materia se construyo la ciudad. Del mismo modo que Roma es una ciudad de color ocre-oro, Jaipur es la ciudad rosada.
Para recorrer la ciudad, vale la pena atreverse a trepar a un rickshaw, previo arreglo del precio del paseo, e internarse en el casco viejo amurallado, con sus fabulosas puertas originales, el perfume de las flores y el sándalo, el sonido extravagante de la lengua hindi y el bullicio de los bazares. Los mercados están poblados de mercaderes que ofrecen pashminas, sedas, joyas, piedras preciosas y lindísimos kanthas o tejidos bordados a mano con incrustaciones de espejos y adornos.
Hoy hemos llegado hasta Jaipur, capital del estado de Rajastan. El observatorio astronómico, el jantra Mantar, es del XVII, auténtica novedad para la epoca. con sus relojes gigantes de sol. El palacio sede del gobierno del ul timo maraja, ocupa una superficie equivalente a la séptima parte de la ciudad; sus dependencias palatinas se agrupan alrededor del Chandra Mahal, edificio de siete plantas con dos salas de audiencias, aposentos magníficos, armería, exposición de vestuarios, instrumentos musicales autóctonos como: sarangi, tabla, sitar, toradang, de los siglos XVII y XVIII-
La tarde caliente (38º centígrados) influyó en nuestra marcha que resultó perezosa, indisciplinada e inculta. El sol tropical nos dejó maltrechos cabeza y cerebro, pero nosotros, tentados por la barahúnda de los vendedores, lejos de retornar al hotel, decidimos por unanimidad continuar por el centro de la ciudad. Como exhaustos exploradores sin brújula, inicia mos el recorrido al azar. Y fue la guerra: una multitud de hindúes de toda edad y condición, ávidos por vendernos la ciudad, nos cercó, ofreciéndonos esculturas, lanzas, monedas, ropas, sedas, rupias, mientras mendigos, subnormales, taxistas, limpiabotas, niños, solicitaban al unísono nuestra a tención como en una indescriptible babel de ofertas simultáneas.
Alarmados por la general avalancha, buscamos protección en una tienda próxima donde un experto comerciante nos abrumó con su amplia colección de es meraldas y zafiros, prolongando nuestra estancia con un improvisado refrigerio de bebidas refrescantes. Atrapados entre dos fuegos, decidimos volver de nuevo al avispero de la calle donde el enjambre de los vendedores seguía al acecho.; nos tiraban de la ro pa, chapurreaban frases en castellano, nos sonreían y volvían a la carga, suplicando nuestra presencia en cien sitios a un tiempo. Crecía incesante la marea de los mercachi fles, cuya salvación financiera, al parecer, dependía exclusivamente de nuestras compras, cuando tomé la iniciativa mas sensata de la jornada: ¡Vámonos al autobús! –grité-, y todos a una, braceando para poder ganar la puerta delantera, acudieron a mi llamada. Claro que tampoco allí estábamos a salvo de ellos, pues siguieron acosándonos por las ventanillas, unos con sus muestrarios de monedas, otros arrojándonos tarjetas con direcciones de negocios, otros introduciendo sus muñones a la espera de unas rupias, otros apretándonos las manos como signo o garantía de futuras visitas transacciones.
Mi estado físico se resintió notablemente tras una jornada tan calurosa; la cabeza me estallaba. Me apresuré a tomar te caliente y aspirinas y me acosté. Aunque traté de relajarme, el dolor iba invadiendo zonas nuevas de mi organismo. Aquéllo era más que una jaqueca. Los ruidos interiores del hotel se me hacían irresistibles, ya que al zumbido de la refrigeración se sumaba una extraña trepidación de origen ilocalizable. co mo si continuos y veloces trenes se arrastraran por el piso superior. A pesar de mi es tado lamentable -nos encontrábamos en la India-, también yo tuve mi propia ilumi nación: caí en la cuenta de que lo mío no era otra cosa que una descomunal insolación. Le hablé a Teresa del remedio casero que durante nuestra travesía en el Océanus por el Mediterráeo nos reveló nuestro ayudante griego Lampros, y entre los dos reconstruímos la receta. Necesitábamos sal. Nos costó hacernos entender por la turba de criados hin dues, pero al fin tuvimos sal y, aplicadas las tres cucharillas reglamentarias de agua salada en los oídos, mi cabeza comenzó a reaccionar. Las compañeras de viaje madrileñas, expertas en control mental, trataron en vano de extirpar mi jaqueca con inocentes imposiciones de manos. Pasada la media noche y gracias al limón se inició mi proceso de sanación.
Fortaleza Amber
De mañana salimos hacia el fuerte de Amber, complejo palaciego localizado a 11 km. de Jaipur, en el estado de Rajastán. Fue originalmente construida por los Meneas, quienes consagraron la ciudad a Ambā, la Diosa Madre a la que conocían como “Gatta Rani” o “Reina del Pasado” [Tod. II.282]. Construida sobre los restos de una estructura anterior, el complejo palaciego que permanece en la actualidad fue comenzado durante el reinado del Raja Man Singh, Comandante en Jefe del ejército de Akbar y miembro del círculo íntimo de los “9 cortesanos”, en 1592. Amber sufrió modificaciones bajo sucesivos dirigentes en los siguientes 150 años, hasta que los Kachwahas mudaron su capital a Jaipur durante la época de Hawai Jai Singh II.
Durante el viaje presenciamos las actividades de los encantadores de ser pientes. Pobres reptiles -las serpientes mas que domesticadas se hallaban cansadas, aburridas, rebeldes y esclavas, todo a un tiempo. Y pobres encantadores de serpientes; sólo aspiraban a unas rupias a cambio de las fotos disparadas durante su actuación, pese a todo fascinante.
En la falda del fuerte de Amber nos aguardaban los elefantes, principal alicien te de la excursión. La mañana fresca y lluviosa, facilitó nuestros movi mientos. Una vez alineados los elefantes -grupo de paquidermos, ancianos y pintarrajeados, trepamos sobre ellos para colocarnos, cuatro turistas por elefante, mas el conductor hindú. No fue empresa sencilla acomodarse en los escuetos espacios que los primitivos arreos ofrecían. Teresa y yo quedamos emparejados con los argentinos Edgar y Liliana, superiores a nosotros en tamaño y peso. Los torpes movimientos del animal, así como lo precario de los asientos que nos servían de soporte, hicieron que los cuatro nos sintiéramos tambaleantes e inseguros hasta el punto de que a cada paso se viera mermada nuestra estabilidad.
La llamada ruta de los elefantes se encontraba a tope: mientras nosotros subíamos, otros bajaban, cruzándonos a mitad del trayecto, con notables dificultades a causa de la estrechez del acceso. Durante el ascenso, en los árboles próximos, gran número de monos y monas realizaban sus ejercicios de distracción.
Tras un aterrizaje normal sobre la colina, el guía de turno, nos propinó una prolija lección sobre las costumbres del marajá residente en el fuerte y las vicisitudes históricas del mismo. Fue entonces cuando, al acercarse a nuestro grupo una mona mayor de edad, queriendo Teresa hacerle una foto original, se aproximó demasiado al animal mientras elegía el plano, por lo que se enfadó la mona, enseñando los dientes a Teresa; a punto estuvo de propinarle un zarpazo que un grito de Teresa abortó,. Se alejó la mona mientras el guía le regañaba por su evidente mala educaci6n.
El descenso del fuerte Amber lo hicimos a pie bajo una fina lluvia monzónica. Abajo, en el punto de partida donde se hallaba nuestro autobús, nos aguardaba, una vez más, el e jército de los vendedores ambulantes con sus postales, lanzas, abanicos de pa vo real, collares, pinturas, material fotográfico, flautas, y variopinta colección de figuras de dioses y elefantes.
Tras breve descanso en el Sheraton, volvimos al centro de Jaipur, esta vez en taxi de tres ruedas. Todo Jaipur, con su millón de habitantes, se encontraba en la calle. Millares de ciclistas de dos, tres y cuatro ruedas, como si ma naran a ritmo de vértigo y la corriente de ciclistas nunca se fuera a detener, nos rodeaban por todas partes. La calle ofrecía el aspecto de ciudad movilizada por algún inminente cataclismo, desplazándose todos a un ritmo de evacuación. Supongo que un vuelo sin motor por el Himalaya no supera en emoción a la peripecia de un viaje en taxi de tres ruedas por las calles de Jaipur en una hora punta. Teresa se sujetaba a mi brazo y ambos, al borde de la asfixia, dado el grado letal de la contaminación ambiente, nos limitábamos a sonreír a la multitud de ciclistas que nos rozaban sin chocar.
Las experiencias y emociones que nos aguardaban en el centro de las ciudad. no caben en una breve reseña. Cada negocio situó en la calle un vigilante que expiara nuestra llegada. Al vernos llegar nos saludaban en inglés, francés, español, italiano e hindú, como a viejos conocidos, empujándonos descaradamente en dirección a sus respectivos estableci mientos, y ofreciendo un sin fin de objetos inútiles que en absoluto solicitamos. Mientras alguien me ofrecía monedas, un niño me aplicaba betún al calzado sin previo aviso ni mediar palabra. Buscaban dólares para su mercado negro de divisas, con mensajes al oído susurrantes e ininteligibles. Querían lo imposible, lo mismo mi reloj que mi camisa, a cambio de impresentables gangas. Siguiendo las huellas de Teresa, nos precipitamos en el interior de una tienda en la que volcaron sobre el suelo todas sus existencias de sarís, faldas, vestidos, cojines, mas faldas, mas saris, mas chalecos. No hubo más remedio que comprar algo. Los comerciantes vecinos mantenían la guardia, expiando nuestras compras y movimientos, de modo que fuimos raptados, rodando de tenderete en tenderete, eligiendo, rechazando, regateando, en vergonzoso y agotador chalaneo hasta el límite de nuestras fuerzas pues los vendedores de Jaipur no soportan la idea de que podamos partir sin realizar alguna compra en cada cuchitril.
Durante una de las infinitas sentadas, pude evadirme y contemplar a placer el Palacio de los Vientos. Es obvio que allí reside el viento con mayúscula con toda su parafernalia de brisas, cefiros. huracanes, ventoleras y galernas. El palacio es bello e irreal, hasta el punto de que solo dispone de fachada. Instintivamente, me trasladé al peine de los vientos de Chilli da, seguro de que el de Hernani conocía esta región de fábula. Observé el palacio a la hora imprecisa en que la tarde comienza a ser noche, mientras un tro pel de monos de todos los tamaños jugaban al escondite por miradores y ventanas, recovecos y almenas, entrando y saliendo, asomando y desapareciendo. ¿Moran los monos en el palacio de los vientos? En otra ocasión, torné de nuevo alPalacio de los Vientos, pero no estaban los monos, lo habitaban palomas. A lo ancho y alto del palacio había palomas, sólo palomas inmóviles, tal vez todas las palomas de Jaipur, como descansando.
En la ciudad de Agra
Doscientos kilometros de autobús separan Jaipur de Agra. Nuestro vehículo dis pone de refrigeración, una escalofriante e industrial refrigeración de nevera, por lo que tuvimos que abrigarnos mientras cirlábamos por zonas tórridas.
Agra es una ciudad situada a orillas del río Yamuna en el estado de Uttar Pradesh. Capital del imperio mogol entre 1556 y 1658, fue fundada entre 1501 y 1504 por Sikandar Lodi, sultán de Delhi, que la convirtió en su capital. El primer emperador mogol, Babur se refugió en Agra después de luchar con Lodi en 1526. Akbar la convirtió en la capital oficial del imperio en 1556. Más adelante la capital del imperio se trasladó a Delhi. En la actualidad la ciudad recibe millones de visitantes cada año para visitar el mausoleo del Taj Mahal. Agra sufre una contaminación atmosférica tan intensa que pone en serio peligro la conservación del patrimonio de la ciudad.
Bajo un sol abrasador visitamos Fathepur Sikri adonde Akbar trasladó su residen cia en 1569, desalojándose a su muerte la ciudad, quizá por falta de agua, por lo que podemos contemplar una ciudad mogola conservada, con sus torres, palacios y su panorama. Casi todo se conserva a la perfección, a pesar del tiempo en que se construyeron, siglo XVI.
Visitamos el Taj-Mahal, construcción iniciada el año 1630 por Chajabán, quien se propuso superar todo lo construido hasta entonces, para honrar a su esposa Ar jumand Banu, apodada Mumtaz Mahal (corona de palacio) con una sepultura digna. El sol brillaba como ningún día. Quizá como nunca lo vimos hasta hoy en la India. La luz nos ofuscaba y el cielo sorprendía por su azul intenso. La visión del monumento desde la segunda puerta, resulta aquel día fascinante como una vi sión. La perfecta conjunción del complejo arquitectónico, con sus detalles ornamentales, la blancura impoluta del mármol en el marco de arabescos y piedras precio sas, y la armonía entre naturaleza y obra humana atraen con fuerza al visitante.
Pero qué extraña impresión ver a la muchedumbre de los nativos visitar el sepulcro de Chajaban y su esposa Arjumand Banu como si fueran unos dioses. Es un desconsuelo con templar a los pobres depositar sus ofrendas sobre el cenotafio de esos dioses. Teresa con Eduardo el argentino fueron los únicos privilegiados que consiguieron babuchas para penetrar al recinto musulmán; el resto del grupo tuvimos que hacer el recorrido por el suelo rusiente, descalzos o sobre calcetines.
Tras la visita al cenotafio, giramos hacia la parte tra sera del monumento, zona sombreada orientada hacia el río Yamuna, afluente del Gan ges. Nuestro guía, nada diplomático, nos invitó a visitar un rincón siniestro donde se abandonan los cadáveres de los niños muertos antes de los doce años, seres virgina les que allí son devorados por las aves rapaces y por los canes. Sus restos son arras trados por la corriente del río, cuando lo permite su caudal, según las épocas del año. El guía amplió indiscretamente su información sobre los arrastres humanos del Yamuna, cuyas aguas abastecen a la ciudad de Agra, y, naturalmente, a nuestros flamantes hote les de lujo. Liliana, consternada, comentó: ¡Qué morbo!
Al abandonar el Taj-Mahal, el cerco que nos montaron los vendedores era semejante a una embos cada. Los pacientes hindúes soportan horas y horas de espera, seguros de que en los escasos metros que separan los monumentos nacionales de nuestros autobuses, pueden convencernos a com prar sus baratijas, sin caer en la cuenta que son escasos los viajeros occidentales, capaces de efectuar una sola compra a tan altas temperaturas. No obstante, vuelven a la carga. Como moscas tras un pastel, chicos y adolescentes nos asedian con sus objetos; y como nubes de insectos, nos persiguen hasta que desaparecemos dentro del autobús.
Sin ánimos para recorrer el fuerte de Agra, considerado de los mayores del mundo, construido entre 1565 y 1574 por Abkar, Teresa y yo nos quedamos frente al inmenso patio interior del Fuerte viendo correr a las ardillas y a otras raras alimañas. Allí ni siquiera la Coca-cola sabe a Coca-cola.
En Agra nos alojamos en un fastuoso Mughal Sheraton, donde el confort y relax eran tales que invitaban a quedarse allí una eternidad. El bufett internacional ofrecía viandas de primera calidad tanto de la cocina china co mo hindú. Sin embargo, pese a ser tantos los alicientes para el descanso, el bloque de nuestra expedición, sordo a tantos atractivos, acudió en tropel a pedir au diencia al astrólogo de turno quien les anunció el futuro por el módico precio de 20 dólares. En el hotel ocurrían cientos de cosas a un tiempo. Por curiosidad nos mez clamos con los invitados de una boda hindú celebrada al aire libre en los jardines interiores. Mientras el hotel ardía con destellos de fiesta, a sólo unos metros, Agra, la pobre, menesterosa y mugrienta Agra, una multitud acechaba nuestros posibles movimientos, ofreciéndo nos desplazamientos en taxis de todos los pelajes.
Khajuraho
Khajuraho fue la capital del reino Jijhoti, antigua región de Bundelkhand. Desde el año 950 hasta el 1050 estuvo bajo el gobierno de la dinastía raiput Chandela Tras laocupación británica, Khajuraho fue redescubierta por los ingleses. Éstos se quedaron maravillados ante los 22 de los 85 nagaras, dedicados al culto hindú y jaina, que se construyeron entre el siglo X y XII. Estos edificios se caracterizaban por contar con dos cuerpos, la sala de los hombres, dedicada a la oración y la sala que albergaba la imagen a la que se rendía culto. Ambas evocaban con su estructura el Monte Meru (Olimpo de los dioses hindúes.).
En función de su localización sus templos se organizan en tres grupos. El primer sector, conocido como los templos del oeste, estaría encabezado por el Kandariya Mahadeva, dedicado a Shiva. Otro de los santuarios importantes es el Devi Jagadamba, dedicado a Kali y en este mismo grupo el templo de Lakshamana, consagrado a Vishnú. El segundo grupo es el conjunto meridional, donde se encuentran templos hindúes y jainas. De éstos merece la pena nombrar el de Adinath, Parshanath y Shantinath. Este conjunto arquitectónico se completa con un grupo oriental de templos, entre los que se encuentran edificios jainas e hindúes. Hoy está considerado uno de los principales recintos arqueológicos de la India. Merece la pena destacar su riqueza escultórica, gracias a los bellos relieves de figuras humanas y divinas que decoran sus templos, en actitud erótica.
Khajuraho, con sus escasos 2.200 habitantes, es uno de los pueblos con mayor a tractivo de toda la India por sus numerosos templos. Por los siglos IX al XIII, este lugar fue un importante centro religioso. Entre el año 950 y 1030 se edificaron hasta 85 templos de los que todavía se conservan unos 30. Eran los tiempos de la dinastía Chandela.
Como era de rigor, visitamos una serie de templos hinduistas, como el de Laks mana, dedicado a Siva: el de Varana, con su inmenso jabalí, etc. Son templos de arqui tectura abigarrada, con tal profusión de obras plásticas, como nunca hubiéra mos soñado. En los templos, de una parte se enaltece a las deidades hindúes, -los tem plos se fueron construyendo al final de cada batalla terminada en victoria-, y de otra, se ofrece un muestrario de la vida del hombre en todas sus facetas: guerra, música, e ros. Pudimos contemplar las más que famosas posturas eróticas de Khajuraho.
A solo dos kilómetros de tan increíble reserva de templos hindúes, existen más templos, templos jainitas. Al mediodía nos acercamos hasta el templo dedicado al vigésimo tercer discípulo o profeta de la divinidad. Dentro, los gorriones, como es habitual en la India, organizaban auténticas orgías en el sancta sancto rum del dios, un dios estático y desnudo dentro de su oscura hornacina.
La jornada resultó ser el día de la gimnasia: cada vez que penetrábamos en un templo, era de rigor descalzarse previamente, y como quiera que nuestro programa, repleto de visitas a templos, transcurrió toda la mañana en un permanente calzarse y descalzarse.
Por la tarde volvimos a visitar más templos; esta vez un templo en activo. Los templos en activo se distinguen por la bandera que ondea en lo alto.
Como la función debía celebrarse hacia el ocaso, llegamos a la entrada del templo antes de la hora anunciada, deseando ver un culto hinduista a lo vivo. nos descalzamos, y al entrar en el templo, sólo encontramos en él a un anciano hindú, que cantaba eufóricamente, tratando de comunicarnos cier tos ritos de Siva. El templo era de una austeridad rayana en la miseria; el espacio, estrecho; el ambiente, desolador. Fueron llegando algunos nativos que se limitaban a pul sar las dos campanas que colgaban a la puerta. Al parecer, la función tendría lugar una hora mas tarde de la anunciada, de modo que abandonamos el templo parsa volver al hotel Oberoi.
Una vez salvados los escrúpulos de Teresa que considera vejatorio para los nati vos utilizar un taxi de tracción humana, tomamos uno solo por responder a la general oferta; el conductor llevaba mucho tiempo tras nuestros pasos invitándonos a usar de sus servicios. Los viajes en taxi de tracción humana son tan arriesgados como emocionantes. Durante el recorrido sorteamos un rebaño de vacas sagradas instalado en medio de la vía pública, evitamos camiones, autobuses y más vacas mediante continuos ejercicios de precisión y notable riesgo.
Como número final del día, nos visitaron al anochecer (a Teresa y a mí) los jóvenes del cántaro. Habíamos olvidado que durante nuestro recorrido por el pueblo, al preguntar por un cántaro de cobre, unos muchachos nos prometieron realizar gestiones para encontrar uno y traerlo al hotel. Fieles a la palabra, nos esperaban a la puerta con un hermoso cántaro. Les entregamos los veinticinco dólares estipulados y la propina de unos bolígrafos y los despedimos agradecidos, con la mejor de nuestras sonrisas. Nos dieron la mano mil veces, entusiasmados por su venta, y después de desearnos bienestar, se ale jaron dichosos.
Benares, la ciudad santa
El sol de Khajuraho, a las siete de la mañana, aunque calienta con bravura, no quema, de modo que madrugamos más que el día anterior para disfrutarlo antes de salir para Benarés. .
Mientras Teresa leía bajo las acacias Leyendas y costumbres de la India del pa kistaní Sujan Sing Pannu, caminaba yo despacio, el torso desnudo, disfrutando de las caricias del sol matutino. Corría por el jardín un céfiro tan suave que animaba a vivir, un céfiro tonificante que relajaba el cuerpo y entonaba el espíritu, capaz de borrar pasado y futuro sumergiéndome calladamente en la entraña de la India.
Los trámites del aeropuerto pueblerino de Khajuraho son lentos hasta la crispa ci6n: el detector de metales, al que nos sometemos humildes antes de cada vuelo, confundía a los técnicos, detectando el metal inapreciable de las hebillas en sandalias y cinturones. El militar encargado del registro, más que desconcertado por los reiterados pitidos del artilu gio ante mi presencia, ordenó repetir minuciosamente mi control, y al no aclararse, me palpó, temiendo escondiera en mis costuras los secretos de la guerrilla. Mientras tanto, el grupo de las valencianas reía a carcajadas en algún punto del aeropuerto, una risa descompasada y vulgar.
Al aterrizar al mediodía en Benarés, la temperatura era altísima. Durante el largo trayecto hacia el hotel, topamos con un grupo de hombres que portaban en parihuelas, ligeramente cubierto con telas, el cuerpo de un difunto. La escena, es trictamente bíblica, nos sorprendió, desatando los comentarios del grupo. El hotel Taj-Ganges, perfumado en exceso como todos los hoteles de la India, la comida pobre, y muy triste el am biente. Chuirriaba en los oídos, tras la visión de un muerto sobre parihuelas, en el hilo musical que llegaba al ascensor, música ligera italiana de los ños cincuenta.
Benarés, situada en las orillas del Ganges en el estado deUttar Prades, es una de las siete ciudades sagradas del hinduismo. Benarés-Varanasi debe su nombre probablemente a su situación geográfica, entre los ríos Varaná y Asi. Otra especulación —poco aceptada— acerca del nombre es que el propio río Varana se habría llamado Varanasí en la antigüedad y la ciudad habría recibido el nombre del río.
De acuerdo con la leyenda, la ciudad fue fundada por el dios Shivá a principios de la era de Kali (3100 a.C). Los arqueólogos creen que tiene más de 3000 años de antigüedad, y que fue un centro religioso dedicado a Suriá, el dios del Sol. Durante la época de Buda (s, VI a. C)), En hindi, Varanasi, era la capital del reino de Kashí. Muchas escrituras sagradas, incluido el Rig Veda, Skanda Purana, Ramayana y el Maha Barata, describen la ciudad.
El célebre viajero chino Xuanxang, fue testigo de que la ciudad era un centro religioso, educativo y artístico, y que se extendía cinco kms. a lo largo de la ribera del Ganges. Fue también un centro comercial e industrial, famoso por sus telas de seda y muslin, perfumes, trabajos en marfil y esculturas. En el 1300, la ciudad sufrió un importante saqueo por parte de tropas provenientes de Afganistán.. Posteriormente, en el XVII, Benarés sufrió el ataque del emperador mogol Auranzgzeb, que pretendía acabar con el hinduismo. La ciudad sobrevivió a ambos ataques, aunque la mayoría de los templos y edificios fueron destruidos.
La incógnita que se presenta al viajero que llega a Benarés, es por dónde empezar la visita de la ciudad. Los agentes turísticos hindúes nos impusieron su propia lógica, convincente, porque se basa en razones sagradas más que turís ticas. De modo que empezamos visitando el templo de la madre India, Bharatamata Mandir donde se contempla un inmenso relieve cartográfico esculpido en mármol que reproduce el subcontiente desde el Himalaya hasta el cabo de Comorin. Quiere decir que en la India todo es sagrado, todo es divino, hasta la tierra.
El templo de los monos era una casa de locos: mientras unos tocaban cam panas para atraer la atención divina, otros lanzaban sus ofrendas al interior del templo al que se les niega el acceso, otros reían, otros trataban por todos los medios de abrirse paso, con sus niños, tratando de llegar hasta el sacerdote que derramaba agua sobre el cuenco de las manos de cada peregrino o devoto. Los hindúes bebían el chorrito de agua depositado en el cuenco de sus manos con palpable devoción. Nosotros observábamos desde arriba, en contrapicado, las evoluciones del barullo de devotos pintarrajeados, de conjuros, y de gritos. Afortunadamente, los monos allí establecidos, ahítos de comida por las recientes festividades, no nos molestaron ni causado sorpresas de las que suelen ser protago nistas: llevan fama de entretenerse robando a los turistas las gafas por sorpresa desde cualquier rama de los árboles donde se encuentran, para salir corriendo con ellas. Me llamó la atención, cómo, muy cerca de nuestra privilegiada posición, un mono anciano, de horrible aspecto, se rascaba, asqueado de su mísera condición.
Tampoco resultó gratificante la visita al templo de Vishvanath consagrado a Siva como dueño del mundo. Era tal la maraña de calles y callejuelas que es preciso atravesar y desenredar para llegar hasta allí,, que sólo con ayuda de expertos como nuestro guía puede localizarse. Por otra parte, es tan estrecho el pasadizo donde se encuentra erigido, que para contemplarlo, es preciso asomarse desde un balcón situado frente al recinto. Lo lIaman templo de oro, y viene a ser la meca de los indios, que procuran visitarlo al menos una vez en la vida.
La tarde, por aquellos entresijos, era sofocante. Y la aglomeración de gente tan espesa que más que caminar creíamos escalar. Conforme avanzábamos hacia el templo, la calle se estrechaba progresivamente, el camino se retorcía hasta convertirse en pesadilla. Nos hacíamos paso entre tenderetes cada vez más alucinantes, instalados prácticamente en la angostísima senda. Poco a poco íbamos enmudeciendo. Lo que veían nuestros ojos no es para ser descrito ni siquiera filmado por tratarse de algo irreal, para no sotros demencial. De modo que al cruzar por delante de la puerta del templo, tal vez por efecto de la tenue lluvia ocasional, o quizá impresionados por el montón de calzado abandonado en aquel lodazal, calzado de los devotos que llenaban el templo, ninguno de nosotros osó penetrar al interior. Lo hicimos algo más tarde después de contemplar las cúpulas doradas.
Para conocer la India es imprescindible caminar por Benarés. En esa ciudad, las personas circulan o giran sin cesar. Una interminable procesión triciclos transporta a velocidades “principio de siglo” a una población millonaria. Se calcula en 45.000 el número de los peregrinos o diaria po blación flotante. Las calles van desbordadas. El número de los triciclos es incontable, como incontables son los peatones que se mueven por entre la barahúnda de los triciclos; y si al baile de triciclos, autobuses, camiones y peatones, añadimos la ausencia de aceras y las aglomeraciones de gente estacionada a las puerta de casas y negocios, los gases asfixiantes de los motocarros decrépitos, la ausencia de semáforos y el sistema inglés de circulación, inverso al nuestro, ya tenemos el esquema aproximado del caos total.
Por ese desmesurado Benarés anduvimos todo el santo dIa. Allí siempre es día santo, día de peregrinación y romería. Teníamos norma de no separarnos del grupo, dada la complejidad del trazado urbano, la espesura del tráfico y la omnipresdente multitud. A pesar de ello, algunos del grupo se extraviaron en el bazar, mientras el resto caminábamos al borde de la deshidratación como consecuencia del agota miento y del mareo derivados del fantástico laberinto que es la ciudad santa.
El río sagrado al amanecer.
Al día siguiente, antes de amanecer, abandonamos el hotel Taj-Ganges, para asistir puntuales a los ritos del Ganges. Todavía de noche, atravesamos la ciudad desierta. Bena rés, la ciudad más antigua del mundo, según los hindúes, a la hora indescriptible de la alborada, ofrecía un aspecto desconsolador. En lo que podrían denominarse soportales, envueltos en miserables manteletas, sobre sus carritos-tenderetes a guisa de camastros, descansaban incontables hindúes. Otros reposaban sobre el santo suelo. Los madrugadores, ya de pié, comenzaban a estirarse, asearse o defecar en la calle. Las vacas –imposible calcular su número- dormitaban en los lugares donde las sorprendió la noche. A ambos lados de las calles, descansaban también los míseros y agotados triciclos. Benarés parecía querer despertar, pero era tan borroso el horizonte, tan hediondo el panorama, que la ciudad no lograba hacerse a la idea de que comenzaba un nuevo día.
Al apearnos del autobús, topamos con una vaca blanca instalada justamen te en nuestra puerta de la que hubimos de sortear su cornamenta y excrementos, para alcanzar el suelo. ¿Por qué despertará Benarés tan temprano? Apenas son las cinco y ya preparan té por los tugurios de la calle animan sus fogones con sopletes-abanico según los ances trales sistemas, y se presientes y ven las primeras fritangas, impropias del tiempo, con tan altas temperaturas. Atravesamos la columna de los mendigos, hombres de edades imprecisas, mezcla de ancianos, enfermos, malformados, leprosos, sucios y astrosos, más pobres que el “pobre loco” que allá en el pueblo nos impresionaba en la lejana infancia. ¡Cómo miran los pobres de Benarés! Te observan sin expresión, sin envidia ni resentimiento. Se limitaban a ten der la mano, solicitando una limosna. Teresa siempre llevaba rupias disponibles. Sin em bargo, el riesgo de los pobres de la India es que se multiplican increíblemente si se les socorre. Apenas osábamos sonreír con la mirada -una simple sonrisa se interpreta como diálogo abierto- . Si cedes a la compasión de alguien, ese alguien no te abandona.
El Ganges es templo y divinidad. Cada mañana acuden al río infinidad de devotos de todas las edades y procedencias para purificarse. Al salir el sol. espe cialmente alrededor de los santuarios consagrados -ghates- los hindúes, ataviados con livianas ropas o taparrabos, permanecen erguidos mirando al sol naciente, sosteniendo entre las manos el “lota”, un recipiente para coger agua del río; se la vierten sobre la cabeza. la sorben y escupen. juntan y separan sus manos mientras musitan sus oraciones. Los brahmanes. bajo las sombrillas, enseñan a los creyentes y guardan la ropa de los que se bañan.
Todavía no asomaba el sol por los confines del Himalaya, cuando subimos a una lancha con capacidad para catorce personas. Navegamos río arri ba, contra corriente. El Ganges, en pleno Monzón, baja un caudal limpio y profundo, un caudal de seis metros mas alto que el normal. Sin embargo, siendo el Ganges el protagonista principal de la fiesta, nuestra mirada quedó prendida en los millares de madrugadores peregrinos hindúes, que desbordaban por los accesos del río, cubriendo sus escalinatas, en un abigarrado, pero sosegado maremagnum de fe popular.
Poco a poco alcanzamos un punto distante a la altura del Hanuman Ghat donde se alza el templo de los monos, desde donde iniciamos el descenso del río, para situarnos frente a la primera escalinata, donde se celebran ritos funerarios de cremación. Al parecer se estaban realizando cuatro o cinco. Algunos de nuestro grupo, armados de videos, apuntaron sus objetivos hacia las piras de cremación, dispuestos a registrar el rito ancestral hindú, desde el centro del río, sin respeto al dolor de la gente, a pesar de tratarse de actividades prohibidas, reiteradamente señaladas por los guías. Y lo que es peor; no faltaron los graciosos del grupo haciendo humor sobre la muerte, tan cercana, humor indecente y macabro. Les pedí un respeto. Mientras ellos seguían “grabando” a pla cer, Eduardo, Teresa y yo, de espaldas a la ignominia, esperábamos la partida.
Sobre el rito de las cremaciones, que los occidentales profanamos con la mirada de las cámaras, diré que es una ceremonia lúgubre, tétrica y angustiosa. Nos habían prevenido de los riesgos del olor de las cremaciones, olor que penetra y se grava en el cerebro, etc. , pero no nos afectó de modo notable. Sin embargo, en el Ganges más que llantos hay risas; A escasos metros de una cremación, otros pescaban relajados, atrapaban sus presas, las extraían y colocaban en sus morrales, mientras los niños nadaban, jugando entre tizo nes flotantes y humeantes de las piras mortuorias recién liquidadas. A sólo unos pasos de cualquier túmulo, charlaban las gentes animadamente en corrillos, sonaban alegres los transisto res, dormitaban los pequeños y revoloteaban vencejos y golondrinas. Tal vez el único soni do siniestro en todo el conjunto, era el graznido de los cuervos, presen tes y voraces a todo lo ancho de la India.
De pronto nuestra embarcaci6n se detuvo, cambió de rumbo y emprendió de nuevo la ruta inicial, río arriba. Según navegábamos contra corriente, el Ganges se engalanaba con el esplendor de la mañana: la margen izquierda estallaba en colores, las abluciones eran masivas, la cercana orilla se poblaba de oradores, adoradores, santones, yoguis, lavanderos, barcazas… cuando alguien del grupo lanzó un grito que nos paralizó: a sólo unos palmos de nuestra lancha flotaba un cadáver, con horrible aspecto. Al parecer se trataba del cadáver de un santón. Al ver aquel monstruoso cuerpo nos abandonó el habla. ¿Quién seria aquel hombre, de dónde procedía, hacia donde se dirigía? (los santones, los leprosos, suicidas y niños, son excluidos de la cremación, arrojándolos al río sagrado). Quedamos perplejos, sin entender el privilegio de ser arrojados al azar de las corrientes fluviales, con el siniestro destino de ser devorados por canes hambrientos o por aves de rapiña
Los vídeos domésticos del grupo entraron de nuevo en acción, de mostrando el grosor de sus estómagos acorazados.Seguidamente comenzaron a desfilar cadáveres sobre las aguas. Hubimos de reti rar la vista de la margen izquierda para fijar la mirada en las tranquilas praderas de la orilla derecha por donde evolucionaban numerosas embarcaciones de pescadores.
Al bajar a tierra hubimos de abrirnos camino por entre el muro de los devotos que invadían la escalinata. Ignoro cómo soportan la presencia de los turistas intrusos que a diario turbamos su paz y sus ritos con nuestra vergonzosa curiosidad. Mientras caminábamos, pensé en los peregrinos creyentes que se instalan en edificios siniestros a la orilla del río, a la espera de que la muerte les sorprenda cerca del río sagrado. De vuelta al hotel, de nuevo los pobres, los enfermos, los mendigos terminales alargándonos sus manos tranquilas y desgastadas. Benarés olía a suciedad, a pobreza y a miseria. Al tomar el ascensor del Taj-Ganges. la estereofonía animaba el ambiente con las notas de una nana navideña de Brahms.
Katmandú (Nepal)
La capital de Nepal, Kathmandú, es una ciudad bastante pequeña si la comparas con otras ciudades asiáticas, multitudinarias y caóticas. Hay casi tantos templos como casas, algunos bastante descuidados. Desde pequeños altares en la base de un árbol hasta pagodas muy ornamentadas y de tejados dorados, cualquiera es valioso para hacer ofrendas a los dioses (el 90 % de la población es hinduista). Aquí lo cotidiano se mezcla con lo religioso (barberos y vendedores en las escalinatas de los templos), deidades indias con las estupas budistas… El rey actual rey de Nepal, es una reencarnación de Visnhú.
Es en el barrio de Thamel donde se alojan la mayoría de los turistas. Bajo un desorden de carteles se preparan expediciones y excursiones, se hacen compras o se disfruta de la comida de sus muchos restaurantes. Desde aquí podrás visitar los monumentos más importantes del país, ya que tanto Kathmandú como las otras dos ciudades del valle, Patán y Bhaktapur, concentran los conjuntos más ricos.
Durbar Square no es sólo patrimonio de la humanidad. También es el centro de actividad de Kathmandú, una plaza entre pagodas y palacios, por donde circulan rickshaws (carros tirados por bicicletas), vendedores ambulantes, sadhus (santones hindúes) a la pesca de una propina… Contempla el ambiente desde lo alto de la escalinata Maju Deval. Los extranjeros tienen que pagar 2,5 € para entrar en esta área, aunque un solo ticket vale para entrar y salir de aquí durante un mes. Dentro del antiguo palacio Real (el nuevo está al norte de Kathmandú), el palacio del mono, puedes ver su museo
Para entrar en Nepal fueron necesarios infinitos tramites. Nos preguntábamos por qué razón. Finalmente lo logramos, previo pago de doce dólares por persona en concepto de visado fronterizo. Nepal es tan bello como dicen las guías turísticas. Hinduista como la India, aunque en modo diverso, es también budista, Dios sabe en que proporciones. Lo cierto es que entramos en Katmandú con el pie derecho, pues nos aloja mos en el Oberoi, un cinco estrellas, lleno hasta la bandera de franceses, italianos y catalanes, donde todo confort tiene su asiento; es un marco ideal para el descanso tras los quebrantos experimentados en Benarés. Un guía nepalí, amable, en claro castellano de Asimil, nos acompañó a visitar la ciudad de Kathmandú.
Kathmandú, mas que una ciudad, ofrece el aspecto de un conjunto de templos hinduistas y budistas, deshabitados y muertos, único en el mundo. ¿Por que tantos templos? No hallamos respuestas convincentes. Los templos, tantas veces exhibidos en el cine y al televisión, presentan un lamentable aspecto de conservación, son pequeños y permanecen vacíos como monumentos funerarios.
Nuestra visita a Kathmandú coincidió –viajamos en agosto- con la fiesta de los muertos, especie de carnaval, en aclaración de un nativo. Una extraña mezcla de di funtos y carnaval. La fiesta de los muertos no era otra cosa que una procesión en la que el santo eran unas pobres sombrillas de colores llamativos, unas raras trompetas estre pitosas, un poco de ruido y nada de nada. La plaza mayor, abarrotada como para una fies ta taurina, nos permitió escuchar el canto breve de unos campesinos como preludio de un silencio total.
Visitamos también Patan, una de las tres ciudades de que consta Ne pal, idéntica a Katmandú: templos, procesión descolorida, y gentes por las calles, más el acoso permanente de los vendedores ambulantes, capaces de hacerte enfermar a cau sa de su insistencia. Nuestras compras solo tienen un objeto: alejar a los vendedores que te persiguen como parásitos.
De vuelta a Kathmandú pudimos ver a la diosa viviente, una niña que figura en la vida ciudadana como auténtica encarnaci6n de la diosa Kali. La pequeña, hija de algún sacerdote budista, ha de vivir sola, sin su familia, en un destartalado palacio munici pal, hasta el día de su pubertad, momento en que otra niña le sucederá en la divinidad.
La diosa en cuestión, tardó en aparecer. Aguardamos pacientemente hasta que la pequeña se asomó por un balcón altísimo para poder ver la procesión. Su aspecto era tí mido, se le veía maquillada y aburrida en extremo, acompañada por no sé que gentes, en cargadas de su custodia, supongo. En Nepal, cada ciudad dispone de una diosa viviente. También hemos viajado a Bodnath, lugar donde se encuentra una enorme cúpula dorada, creo que se llama tupa.
Bodnath es centro de peregrinación desde hace 2.000 años y también centro de me ditación budista desde lo alto de la montaña desde donde se contempla y se domina el valle de Katmandú.
Ascendiendo por una verde colina llegamos a un monasterio budista habitado por monjes llegados del Tibet en la desbandada que se produjo a causa de los comunistas chinos. El edificio consta de tres plantas. Dos “sacristanes” feos y sucios, inexpresivos y ancianos, uno a cada la do de la puerta principal, se encargaban de recoger, las ofrendas ocasionales. Inmediatamente entramos al templo para asitir al canto de los monjes, quiero decir al culto vespertino del cenobio. La capilla resultaba indescriptible por el agobio de las velas y los inciensos. El ambiente, irrespirable. Escuchamos sus canos y salmodia, ruido de atabales, sonsonete, trompetazos a mitad de salmo, auténtica bisutería sagrada, tan distinto y distante de lo que entendemos por liturgia monacal, pues mientras los novicios atronaban el recinto con sus atabales durante el culto, los monaguillos o aspirantes nos pedían caramelos. En ningún monasterio de occidente hubiéramos hallado tanta austeri dad y desnudez. Particularmente simple me sonó el texto de la salmodia alusivo a Buda sentado sobre una flor de loto.
Por pueblos de Nepal
Visitar Batdepur es volver a la misma experiencia del día de ayer: templos y más templos, sostenidos por el reflejo de su antigua grandeza pasada; templos dorados, puertas doradas, en medio de un penoso entorno pobre y cutre. Y sobre todo gente vagando y vagueando por las zonas sombreadas de ca lles y plazas.
Los habitantes de estos pueblos se encuentran de vacaciones, a la espera de que el arroz crezca; en realidad esperan la siega. trabajan seis meses al año y recogen dos cosechas. Sorprende sobre manera como, hallándose las calles cubiertas de lodo y hediondez, permanezcan los hombres mano sobre mano, respirando sordidez, a la espera de la sie ga. La respuesta es sencilla: el analfabetismo es general. A propósito
De vuelta a la capital. visitamos Pashupatinath. Allí todo está en función del templo de Siva, adonde no está permitido entrar a los no hinduistas. Desde la margen izquierda del rio Bagmati pudimos contemplar el templo. El Bagma ti es un rio sagrado que corre a los pies del templo. Junto al Bagmati, como junto a rios de la India. se celebran ritos de cremación. Hoy mismo. mientras lucía un sol radiante, ardía una pira funeraria al filo del mediodía. Estando a la orilla del Bagmati, me aseguraron que todos los rios, absolutamente todos los rios de Nepal, son rios sagrados. A propósito de ríos, pensé que Teresa y yo conocemos ya los tres ríos sagrados de Asia más emblemáticas: El Nilo, el Jordán y el Ganges.
Alimentarse en la India lo mismo que en Nepal, entraña ciertas dificultades para nuestro paladar y digestión a causa de los picantes, siempre presentes en todas y cada una de la las viandas. Cuando preguntas al chef, si un alimento tiene o no picante, el chef responderá imperturbable: ¡No picante! Ayer encontramos picante hasta en los espagueti. Nuestra boca ardía de picores, la tenemos ya llagada a causa de los picantes, a causa de las mil y una variedades de picantes hindúes y nepalíes.
En otro orden de cosas, Nepal es un pats asombroso por su flora y su fauna. A la hora del ocaso, es tal la abundancia de gorriones junto al Oberoi, que parece una plaga. Son tantos que con dificultad consiguen instalarse en los magnolios del entorno. Su algarabía chirria como una estridencia. Igualmente los cuervos y grillos nepalíes alborotan con la potencia de sus cantos vespertinos o nocturnos, como jamás antes escuché. Quizá se trate de una euforia coyuntural derivada de la luna llena. El cielo de Katmandú es un cielo abierto con un plantel de es trellas brillantes, en extremo cercanas.
Himalaya adentro
El viaje a Daksinkali nos permitió conocer pequeñas aldeas y parajes pintorescos junto a la margen de un rio caudaloso que no logro identificar en el mapa. En Daksinkali se encuentra el templo a la diosa Kali. El templo se halla enclavado entre la tupida fronda del bosque junto a un torrente claro y cantarín. Dentro de un reducido recinto está el dosel dorado formado por cuatro serpientes doradas que lo sostienen con notable gracia. Bajo el dosel, el retablillo con la diosa en el centro, pero a catorce metros de alura del suelo; tal vez habría que precisar mas, añadiendo: a la altura del barro.
El templo de Kali, todos los martes y sábado, los devotos hinduistas celebran ritos de ofrendas mediante sacrificios de animales como pollos y corderos, para alejar peligros y amenazas. Los asistentes sacrifican los animales dándoles muerte allí mismo junto a la diosa a la que embadurnan material mente con la sangre de los animales. Espanta, no menos que presenciar la muerte de los animales, ver a la diosa enrojecida por la sangre. Posteriormente al rito,
los devotos comen del animal sacri ficado y santificado. Después de cada sacrificio, un mozalbete, lava a la diosa rutinariamente con una manguera de agua, como quien limpia el pavimento en cualquier matadero municipal. El am biente no puede ser más espeso a causa del gentío, el humo y el incienso, accidentes que, aparte la asfixia, provocan prfundo desconcierto.
Y el entorno del templo, bello y fresco, recogido y apartado, se hallaba estrictamente profanado por el mal gusto, la ramplonería y la suciedad. Los gorriones se movían con descaro por el “sancta sanctorum” buscando con ansiedad diminutos restos de las víctimas inmoladas, mientras los devotos se mojaban, mojaban incluso sus ropas con el agua dudosa que co rría por el suelo, moviéndose descalzos, claramente dichosos, por todo aquel espacio repulsivo, sin temor a mancillar sus vestiduras. No fue sencillo para nosotros, so portar tan rudas ceremonias, de modo que, tan pronto pudimos, iniciamos el regreso hacia la zona de estacionamiento.
La salida del templo de la diosa Kali se hallaba flanqueada por la turba habi tual de los mendigos y la chusma de los vendedores ambulantes. Estos últimos, mantenían en lo alto de la montaña precios más propios de Manhattan que de las estribaciones del Himalaya, llegando a exigir 40 dólares por una campanilla. Los mendigos de Nepal, no desmerecen por su aspecto de los mendigos de la India; unos y otros se encuentran por doquier y son pobres integrales, de nacimiento.
Por el trayecto de retorno, estrecha carretera no apta para cardíacos, pudimos conocer a los campesinos de la comarca. Sorprende sobremanera ver a las mujeres, como pobres esclavas, arrastrar sobre sus frágiles hombros o espaldas, descomunales fajos de hierba que los hombres rehusan transportar. Hicimos una pausa para visitar un monasterio budis ta sito en la zona montañosa. El monasterio, similar en su estructura al que existe en Bodnath, se encuentra en Shikaranayan, centro religioso donde viven ermitaños y gurús así como lamas budistas. En sus estanques de agua limpia nadaban peces sagrados -claro que también allí se lavaban los hombres con jabón, pues aquella mañana, un quidan reali zaba sus higienes en el estanque sin remilgos de cara al pueblo. En al atrio, recluido en una especia de hornacina, un santón, recibía dadivas de los devotos (vi cómo le entregaba una persona algo semejante a un troncho de berza, y cómo sonaba incesante la salmodia mecánica de los rodillos del dintel). Al descalzarnos para entrar en el templo del monasterio -templo y monasterio son palabras que han de tomarse con cautela, en relación al significado que los términos evocan en castellano-, vimos también a un monje o novicio, casi niño, cosiendo a máquina un trapo rojo. Dios sabe que misteriosos usos esperan a la prenda. La capilla, por no ser hora de culto, se hallaba vacía.
Atravesando gargantas y precipicios, fuimos descendiendo hasta dar con claro en el bosque para contemplar al gigante Himalaya. Entre tanta belleza natural, por las alturas, impresionaba descubrir, abajo a la orilla del río, una amplia y tétrica leprosería que desata mi imaginación: qué biografías de dolor, cuánta pobreza y soledad, qué pensamientos acosarán a los desahuciados del mundo entre esos muros frente al horizonte de la muerte… Nuestra visita tuvo lugar en esta fecha; Sharawan, 29, del año 2041 mientras nosotros andábamos por agosto de 84.
El viaje a Delhi
Viajar de Katmandú a Delhi a media tarde en agosto es un raro privile gio, que solo con el paso del tiempo se agradece suficientemente. Se trata de un vuelo prodigioso sobre una altísima doble capa de nubes virginales, un espeso mar blanco cercado con un fondo de elevados picos del Himalaya, los montes más elevados del planeta, asomando como icebergs de superficies transparentes. Efectivamente: Los cielos a nuncian la gloria de Dios.
Mientras tomo nota de la intensidad del blanco del Everest y de los mágicos perfiles de la gran cadena de montañas que forman el inmenso anfiteatro, un jo ven italiano duerme a mi derecha ajeno por completo al misterio que se celebramos.
Penetrar en Nueva Delhi no es empresa fácil; hora y media de trámites, de control en control, de ventanilla en ventanilla, de papel a papel, de papel a pasaporte, en una operación lenta, sin sentido, exasperante. Fue mas larga la sesión del aeropuerto que el mismo viaje de Katmandú a Delhi. La acogida
que nos dispensaron en el hotel con zumos naturales nos hizo olvidar tan odiosas peripecias aduaneras. Parece ser que lo esencial de un viaje a Oriente son las compras; de modo que, antes del baño, antes de la cena, antes de nada, como quien asiste a un rito imprescindi ble y prioritario, nos recluyeron en una habitación del hotel para ver cosas, mas cosas y más cosas. Y para ver precios.
La visita a Delhi
Salir o entrar por las calles de New Delhi en esta época del año viene a ser como penetrar en una panadería en el momento en que sacan el pan del horno. La impresión de asfixia, llegando a Delhi desde Katmandú, es total. Parece que no se podrá resistir. Para colmo, nos tenían dispuesto un autobús antediluviano, sin vestigio alguno de refrigeración. Al parecer hemos de viajar a bordo del “carromato” en nuestros recorri dos culturales.
La primera información que recibe el turista en Delhi. es la de que la capital de la India son varias ciudades en una sola. seis o siete. Si nos atenemos a la divi sión elemental entre ciudad vieja y ciudad nueva. ésta última corresponde a la ciudad inglesa. Delhi se halla situada a la orilla derecha del río Yamuna, el mismo que atraviesa Agra. Delhi es una ciudad cuajada de zonas verdes que hacen de la capital algo distinto del resto de todo lo visto. La parte vieja engloba una Delhi estrictamente oriental.
Antes de visitar ningún otro lugar, nos dirigimos al monumento de la cremación de Mahatma Gandhii, situado en el centro de un inmenso parque natural. El “sepulcro” se halla vacío porque las cenizas del Mahatma fueron esparcidas en su día en todos los rios de la India. El calor intenso de la mañana quitaba relieve a cualquier monumento, idea o acontecimiento por excepcional que fuera su historia. Tengo la impresión de que a ciertas temperaturas hasta los pensamientos nobles se licuan por efecto de nuestra limitación humana. No obstante. después de repasar someramente la vida de Gan dhi y recorrer el cenotafio Raj Gath. caminamos impresionados por el entorno, evocando la extraordinaria figura.
Mahatma Gandhi (en sánscrito e hindi, la palabra majātmā significa ‘gran alma’, siendo majā: ‘grande’ y ātmā: ‘alma’), nombre honorífico acuñado por primera vez por Rabindranath Tagore.[1] En India también se lo conocía como Bapu (guyaratí: બાપુ bāpu: ‘padre’).
Desde 1918 figuró abiertamente al frente del movimiento nacionalista indio. Instauró nuevos métodos de lucha (las huelgas y huelgas de hambre), y en sus programas rechazaba la lucha armada y predicaba la no violencia como medio para resistir al dominio británico. Pregonaba la total fidelidad a los dictados de la conciencia, llegando incluso a la desobediencia civil si fuese necesario; además, bregó por el retorno a las viejas tradiciones indias. Mantuvo correspondencia con León Tolstói, quien influyó en su concepto de resistencia no violenta. Destacó la Marcha de la sal, una manifestación a través del país contra los impuestos a que estaba sujeto este producto.
Encarcelado en varias ocasiones, pronto se convirtió en un héroe nacional. En 1931 participó en la Conferencia de Londres, donde reclamó la independencia de la India. Se inclinó a favor de la derecha del partido del Congreso, y tuvo conflictos con su discípulo Nehru, que representaba a la izquierda. En 1942, Londres envió como intermediario a Richard Stafford Cripps para negociar con los nacionalistas, pero al no encontrarse una solución satisfactoria, éstos radicalizaron sus posturas. Gandhi y su esposa Kasturba fueron encarcelados: ella murió en la cárcel, en tanto que él realizaba veintiún días de ayuno.
Su influencia moral sobre el desarrollo de las conversaciones que prepararon la independencia de la India fue considerable, pero la separación con Pakistán le desalentó profundamente.
Una vez conseguida la independencia, Gandhi trató de reformar la sociedad india, apostando por integrar las castas más bajas (los shudrá o ‘esclavos’, los parias o ‘intocables’ y los mlecha o ‘bárbaros’), y por desarrollar las zonas rurales. Desaprobó los conflictos religiosos que siguieron a la independencia de la India, defendiendo a los musulmanes en territorio hindú, siendo asesinado por ello por Nathuram Godse, un fanático integrista indio, el 30 de enero de 1948 a la edad de 78 años. Sus cenizas fueron arrojadas al río Ganges
Seguidamente hubimos de recorrer el Red Fort. obra del emperador mogol Chajahan. siglo XVII. abrasados por un sol monz6nico. por eso de que los programas se confeccio nan sobre bases culturales locales. El Fuerte Rojo. con sus fortificaciones, dependen cias, mezquitas y palacio construidos con pedra-arenisca rojo, el famoso trono del pavo real donde Chajahan recibía a sus audiencias. etc. nos ocuparon durante mucho tiempo.
Saliendo del Fuerte Rojo por la puerta de Lahore llegamos al templo musulmán “Ja ma Masjid”, el mayor de Delhi, mezquita, legado por los mogoles, que, como es sabido. vinieron de Turquía. Al entrar en la mezquita, previo asedio de los vendedores ambulantes y los mendigos, además de descalzarnos, fuimos avisados sobre la necesidad de entrar modesta mente vestidos -varios componentes del grupo iban en short;-por lo que a todos les facilitaron trozos de tela con que cubrirse hasta los pies.
Continuaba apretando el calor, un calor húmedo e insoportable. Curiosamente. a una con la modestia oficial exigida para pasar al templo, nos ofrecían tarjetas eróticas del Kama-Shutra que rehusé. Teresa, cobijada bajo su sombrilla y descalza1 ensalzó la limpieza del Islam frente a la cochambre del hinduismo. En el interior de la mezquita solo oraban ritualmente dos musulmanes; el resto descansaba: unos dormitando sobre las frescas losas de mármol blanco; otros, refres caban sus pies al centro del patio, en las dudosas aguas destinadas a las abluciones.
Al volver al autobús, caliente como una sauna, nuevo acoso de vendedo res y pedigüeños, que nos dejan con su presencia e insistencia, una acentuada mala conciencia frente a su escandalosa miseria. Los tenderetes y chiringuitos rebosan de fritangas humeantes bajo el sol tórrido. Su mercancía, entre la que no faltan frutas peladas y bebidas nada estimulantes, amén del espeso humo oloroso, nos retraen no solo a comprar, sino a contemplar sus ofertas. ¿Quién o cuándo se decidirá a adquirir todo aquello?
Visitamos más tarde la mezquita de Quwat-ul-Islan, construida en el siglo XII (1193) con las ruinas de los numerosos templos de la zona destruidos por los musulmanes. El templo se llama Poder del Islán y resulta híbrida, ya que sus columnas fueron erigidas con piedras talladas por los hindúes para sus templos anteriores. La canción de siempre: el rastro del fanatismo aparece en todas partes. Nunca falta el detalle popular. En el centro del patio de la mezquita, una columna de hierro inoxidable posee raras propiedades: según los hindúes, quienes consiguen a brazarla, es decir, abarcarla con los brazos, se hacen famosos. El guía precisó que abrazarla con los brazos hacia adelante, garantiza el amor y conseguir abrazarla con los brazos hacia atrás, es decir, de espaldas, garantiza fortuna. O es el signo de la fortuna. Nos hemos entretenido, como es obvio, en intentar el doble abrazo en ambas posiciones. Yo, como tantos otros, sólo logré realizar el abrazo de frente. Como es obvio, visitamos también la puerta de la India, cerca del Parlamento donde trabajaba a la sazón la primer ministro Indira Gandhi.
La India es sinónimo de contrastes: vas por una zona residencial y verde y pue des topar de inmediato con un murallón de chabolas indecentes como en el más sórdido de los suburbios. Ahora mismo, frente al hotel Serathon donde residimos, a solo un centenar de metros, se ven escenas como estas: hombres, muchachos y niños practican su higiene personal en un pilón comunal de agua corriente. Un centenar de metros más al fondo, entre grupos de viviendas nuevas, como un inmenso estercolero, se levanta un conglomerado de chozas indescriptibles por su formato, altura y materiales de construcción de paja, barro, etc. El poblado carece del mínimo trazado urbanístico; no pasa de ser un conjunto de madrigueras sin principio ni fin, sin agua, sin luz, sin alcantarillado, sin ventilación. Las mujeres con sus vistosos saris, a pesar del sol de justicia que preside la mañana, se acercan al grifo donde algunos hombres lavan su ropa; las mujeres llegan con cantaros a la cabeza y los llenan en la pila. Hacia el centro del poblado, un poblado como el que solían mostrarnos anta ño las diapositivas de los misioneros, situado junto al hotel de lujo, varios niños se entretienen con sus cometas. Pienso que es milagroso que los niños puedan practicar iniciativas como ésa precisamente en el lodazal. Sin embargo, ahí están con sus cometas desde el punto de la mañana. Mientras en el Sheraton disponemos de agua fría y caliente a torrentes gra cias a la depuradora gigantesca que trabaja día y noche, ahí enfrente, los nativos aca rrean su agua con cántaros como hace milenios. Mientras ellos se mueven entre la mugre, aquí en el Sheraton funciona la TV a color en varios canales y el hilo musical ofrece los temas exquisitos de occidente. Es cierto que quien no visite la India no tiene idea exacta de lo que es un pobre. Delhi, lo mismo que Agra, Bombay o Jaipur, está llena de pobres. Ellos nos contemplan sin envidia ni resentimiento, pero nos asedian con técnicas de parásito. Saben que somos su única oportunidad diaria, por eso piden desde su inanición, con prisas, porque saben que nuestro paso junto a ellos es meteórico mientras padecen un hambre atrasada.
Ahora mismo, mientras escribo mis impresiones sobre Delhi, un cuervo trata de robar azucarillos de las mesas de mi entorno, aquí, en la terraza de la piscina. Sorprende su atrevimiento y su desparpajo, ajeno a mis gestos que lo disuaden para que desista. Hace tiempo que leí cómo en la India los animales, incluidas las aves, se acercan a los humanos a diferencia de occidente donde los animales desconfían de nosotros. Ahí sigue el cuervo impertérrito robando azucarillos. La India está plagada de cuervos. De la mañana a la noche se escuchan sus graznidos insistentes, que me resul tan tétricos y siniestros. Desde que los ví rondar en Bombay por las torres de los muertos los identifico con las aves de mal agüero.
Al atravesar la zona comercial de Delhi he descubierto en una tienda de artesanía algo muy singular: en los mismos estantes se hallaban mezcladas las figuras de Buda, Brahma, Visnu y Cristo. Docenas y docenas de Budas se alineaban junto a docenas y doce nas de crucifijos de pésima hechura y escaso atractivo. Sorprende, ver mezclados a los fundadores de distintas religiones en la misma balda. Lo que a nosotros nos causa extrañeza, para los hindúes es normal: si sus libros hablan de 310 millo nes de dioses hindúes, ¿ a quién puede turbarle uno más o menos?
Durante nuestros numerosos desplazamientos por Delhi hemos viajado siempre a bordo de los rizos, viejos y traqueteantes taxis de tres ruedecitas como la Vespa. El rizo es un artilugio que entra en picado en el río de la circulación callejera, desplazándose de un modo inquietante, porque evoluciona a grandes velocidades, siempre anunciando sus decisiones a golpe de claxon, Nadie entiende cómo puede hacerse comprensible el rizo en medio del girigay envolvente de claxons, que a su vez anuncian sus propias decisiones, cambios y veleidades, en el contexto de un concierto ensordecedor. Los sobresaltos derivados de los continuos frenazos, el riego permanente de colisi6n o aplastamiento dado que los rizos -taxi circulan entre angostos espacios, siempre empotrados entre autobuses atesta dos, automóviles y ciclistas de toda laya, y lo que es mas emocionante, entre infinitos rizos gemelos, hace que el viaje por el centro de Delhi en ese medio de locomoción, se asemeje a los viajes en la Montaña Rusa o en un carrusel de feria. Luego está el asunto de los gases: el grado de contaminación en las calles de Delhi, durante un trayecto normal por el centro, manteniendo el equilibrio en el interior de un rizo, adquiere proporciones alarmantes de riesgo de asfixia. Ver para creer. Cada tubo de escape es una fuente de venenos despedidos sin interrup ción y con inusitada violencia. Se trata, en general, de una flota motorizada vetusta y desvencijada que más que consumir, tritura carburantes. La visibilidad es muy baja y respirar resulta tan peligroso como volar; los tubos de escape te castigan disparándote al rostro sus letales gases, pues al carecer de parabrisas los vehículos, el viajero avan za sin protección. Entre las curiosidades de la ciudad anoté una relativa al transporte urbano: el mismo viaje nos costo un pre cio distinto en cada una de las cuatro ocasiones en que fue utilizado. Además es menester ajustar de antemano el precio de un desplazamiento por la city, lo que dificulta las cosas por la pérdida de tiempo que supone el regateos, aclaraciones y demás.
La última tarde libre en Nueva Delhi optamos por callejear sin rumbo, dejándonos absorber por la vorágine hindú con su ruido, colorido y contaminación. Entre la basura y la pobreza. Descubrimos la gra cia y la simpatía de la gente y la seriedad de todo un pueblo. Y cosa digna de mencion; sin proponérnoslo y caminando por las mis dispares y distantes zonas de Delhi, topamos a lo largo de la jornada un montón de veces con nuestros amigos argentinos.
Vuelta a casa
En la madrugada ardiente, volvemos a Europa a bordo de un Yumbo indio, un gigante del aire. Delhi, a las tres y me dia se abrasaba como si fuera mediodía. El aeropuerto se hallaba atestado. ¿Qué buscaba a tales horas la multitud de los curiosos? ¿Por qué había tanta gente recostada a ambos lados en los accesos del aeropuerto? Pensé que acaso todos son vagabundos sin techo y que acuden sencillamente a vernos partir a los afortunados que podemos volar.
Ante el panorama de la calle, pensé en Luis Goytisolo, cuando al volver de la India, decía: Lo sorprendente de la India es que haya aquí tanta población, que no mueran todos a la vez de todo: accidentes, inanición, cólera, tifus, sífilis, malaria, lepra. Y luego los carroñeros restablezcan el ciclo vital. Un paria carece aquí de razones para vivir y le sobran ocasiones para morir.
El cambio de horario entre oriente y occidente hizo de la nuestra una jornada larga de 27 horas y media. Durante tres horas sobrevolamos parte de la India de Paquistán y de el mar de Arabia, flotando sobre un fondo compacto de nubes monzónicas: Seguidamente nos deslizamos varias horas por el desierto de Arabia y Emiratos, antes de llegar a Damasco. Desde arriba, el misterio y belleza del in menso desierto se antojan irreales a fuer de próximos. Vemos un desierto limpio, cercano y fascinante. Realmente cuesta calcular o imaginar distancias en tan amplia superficie de no proyectar sobre ella las líneas imaginarias de la sed.
No puedo evitar el inevitable mal pensamiento de un ac cidente aéreo sobre las arenas calcinadas o un aterrizaje de emergencia sobre las dunas del desierto sin fin. Observo al pasaje que reposa tranquilo, ajeno a mis devaneos y acudo donde Teresa a contemplar, sin testigos, el panorama dorado de la región del Golfo Pérsico. Ya no abandonamos nuestro puesto de observación hasta las inmediaciones de Damasco don de localizamos algunos cultivos, caminos delgados y ásperos torrentes.
Seguidamente, el Mediterráneo! Nunca imaginé un mar celeste como el cielo, ni nubes tan blancas y plate adas. Luego apareció la isla de Chipre; desde arriba no hay secretos. Desde arriba, -siempre lo pensé- todo, incluido el mal que puedan realizar los humanos, forzosamente ha de verse pequeño e insignificante. Y unos kilómetros más arriba, donde no existe la gravedad, probablemente hasta las intenciones perversas se verán disminuidas. Una a una van surgiendo las islas griegas: grandes y habitadas unas, pequeñas, rocosas y vacías otras. Todas con cercadas de acantilados y oleaje. Volamos ya sobre un mapa fa miliar. Mirando hacia Atenas, nos esforzamos en vano por lo calizar Rodas y Corinto.
Durante el almuerzo, el mar sigue arrojando islas a nues tros ojos. ¿Por qué no ser felices? Los niños del pasaje se extasían mirando desde los ojos de buey del Yumbo.
Tras ocho horas de vuelo aterrizamos en Roma. El aparato se posó en Fiumicino solemne y pausado como un ave gigantesca. Hubo un momento en que sentí la sensación de que el pájaro de acero se detenía en el aire como algunos pájaros de presa. Los pasajeros aplau dieron la impecable maniobra del piloto.
Nos sentíamos descansados y dichosos. Ya en tierra nos devolvieron tres horas y media como premio de consolación a nuestro insomnio. Mas, oh dolor, en Roma siempre te aguardan sorpresas: en la cadena de los bagajes no aparecian nuestras maletas embarcadas en Delhi. Durante mucho tiempo vigilamos el nacedero por el que manaban maletas, maletines, bolsos y paquetes de todos los tamaños. Millares de maletas, todas las maletas de oriente y occidente fueron arrojadas a nuestros pies, menos las nuestras. Hasta que en Información supimos no se trataba de un extravío, sino de un procedimiento que desconocíamos: sin nosotros saberlo nuestro equipaje fue fac turado directamente hasta Madrid.
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